martes, 24 de octubre de 2017

LA SILLA

        
El encendedor escupió una luz azul y amarilla y el cigarrillo comenzó a desvanecerse en un fino espiral de humo blanquecino. Con la primera pitada, me dejé arrastrar por el amargo sabor de la nicotina y recordé el sabor del primer cigarrillo, fumado a escondidas. Recorrí con la vista la habitación. Las cosas permanecían en esa eterna mudez que produce miedo.
Todo quieto y preparado: las patas de las sillas coincidiendo con las juntas de las baldosas, la soga a un metro setenta del asiento, las cortinas cerradas, el ánimo vencido. Lo pensé una y otra vez. No había salida. Debía hacerlo, ya no tenía nada ni a nadie para detenerme. Mis lágrimas bajaban por las mejillas y recordé otras lágrimas. Las que derramé la primera vez que lo supe. Recuerdo sentado ante mí, a ese hombre frío, que miraba el sobre y sin perturbarse lo abría, ese sobre que tuve dos días dentro de mi agenda y no me atreví a abrir. Y sus palabras...Todo me dio vueltas, creí desmayarme, lo escuchaba hablar como si estuviese lejos, muy lejos...ahora ya todo es en vano. Y el cigarrillo como única compañía ¿Cuántos más encendí? Ninguno tendría el sabor del primero, ni el de éste. El sabor de éste es más amargo, más amargo aún al pensar que no pude dejarlo. Y no quiero terminar miserablemente siendo un fantasma de lo que soy y lo que fui. Por eso...todo está preparado, recorro con mi vista la habitación, la silla puesta justo donde debía estar, las cortinas cerradas para ocultar mi determinación (mi ánimo y mi espíritu ...vencidos) Y allí, en lo alto, justo a un metro setenta, la soga...Abajo la silla...

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