martes, 24 de octubre de 2017

EL TUBO DE LOS SUEÑOS QUEBRADOS

  Prácticamente, habíamos crecido juntos Tomás y yo, en aquel asco de barrio maravilloso. Cuando éramos pequeños, vivíamos uno al lado del otro. Nos habíamos construido un largo tubo de papel y por la noche lo sacábamos por la ventana y hablábamos a través de él: nos contábamos secretos. Cuando no los teníamos, nos los inventábamos.     Era nuestro mundo, en resumidas cuentas. Desde siempre.  El día era a veces hasta violento: los gritos, los insultos en una y otra casa; pero nuestras noches eran únicas.  Así crecimos. Tomás se asomaba, silbaba y yo sabía que ahí empezaba a vivir. Empezaríamos a vivir. En ese momento éramos inmensamente felices. Soñábamos tantas cosas, lo hacíamos casi hasta el amanecer en verano. En invierno nuestras conversaciones, sueños y secretos eran más cortos,  pero no por eso menos intensos. Casi siempre nos presentíamos, ya que cada uno permanecía en su casa.  Él  desde la ventana de su cuarto y yo del mío.          Cuando llegamos a los trece años fuimos anotados en el mismo colegio y ya no necesitábamos del viejo tubo, nos sentábamos juntos, estudiábamos juntos, nos reíamos juntos y hasta regresábamos del colegio, juntos.         Un día camino a casa nos paramos y sin decirnos nada, nos besamos. Desde ese día las estrellas fueron más luminosas, el sol brilló mucho más y hasta nuestras  casas se vieron más lindas.  Sentía que mi cuerpo se completaba con el suyo y mi alma se unía a la de él.  Los años de la secundaria pasaron rápidamente.    Los dos trabajaríamos y seguiríamos en la universidad. Tomás quería ser médico y yo abogada.          Ya no nos veíamos tanto; el trabajo y el estudio nos fue sacando tiempo. Pero seguíamos con nuestros planes y sintiéndonos bien. Tomás era un hombre dulce, comprensivo, me hacía sentir plena.  Nos faltaba poco para recibirnos y llegaron ellos.   Y nosotros en la universidad comenzamos a juntarnos y a oponernos al avasallamiento de nuestros derechos.     Una noche salíamos de una reunión en la universidad donde cursaba Tomás cuando los Falcon de ellos nos esperaban, descargaron sus ametralladoras sobre nosotros, algunos escapamos y otros quedaron tirados, su sangre regando las veredas, rotos sus sueños en mil pedazos. Miré para todos lados y Tomás no estaba, quise volver sobre mis pasos pero mis compañeros lo impidieron, al cabo de un agónico día Tomás, sucio y con hambre llegó a su  casa.  Nos abrazamos, no dijimos nada, sólo nos abrazamos.  Teníamos que regresar a la universidad porque nuestra ausencia también podía ser sospechosa, así que con temor,  fuimos. Nos enteramos que muchos habían muerto y otros desaparecieron.  Alguno de los desaparecidos entre tortura y tortura seguro que dio nombres.  Y una noche escuché gritos en la casa de Tomás, tuve miedo de salir, miré tras la ventana justo vi  cuando lo subían a un auto. La madre de Tomás fue golpeada y quedó llorando tendida en el suelo,   corrí a ayudarla y nos abrazamos llorando. Desde ese día no paramos más de buscarlo.        Nunca lo encontramos.        Pasaron tres años y mis padres decidieron mudarse a otra ciudad, no me negué y me mudé con ellos.          Y hoy estoy acá con lo único que nunca desaparecerá, mi amor por Tomás y nuestro tubo de cartón, nuestros secretos de ventana a ventana, ese pedazo suyo, ese trozo de mí que siempre estarán. 
Caminaba por la orilla de la vereda, un pie delante del otro, como cornisa, el cordón. No era ni joven ni viejo, era de esas personas que no se puede calcular la edad. ¿La edad del espíritu? Tal vez muy vieja... ¿La edad de su mente? la de un niño. Las arrugas de su rostro, me contaron de su angustia, de su dolor, que era como una cuña en su alma. Lo veía día a día pasar, a través de mi ventana, mientras yo trataba de hilvanar palabras , para que fueran algo, cuentos, poemas, recuerdos, gritos silenciosos de dolor. Y sentía, tal vez como él, una angustiosa sed. Sed de caricias, sed de miradas, sed de amor... Y ahí, cuando lo últimos hilos de la luz despedían al día, aparecía él. Como sacado de una antigua y triste postal, haciendo equilibrio, por el cordón de mi vereda. Haciendo equilibrio como yo. Como yo lo hago por la cornisa de mi no vida.

ÉL

Fue tranquilo al quirófano, era una operación que estaba programada, y que no duraría muchas horas y no requería mucha internación. Saludó al cardiólogo y a las demás personas, luego se acercó a él la anestesista. Le sonrió, y pronto no sintió más nada.
¿Pasaron horas? o...¿Sólo minutos? Vio una luz, la siguió. Y ahí estaba Él y le dijo: —Yo, sólo yo, te voy a ayudar. Asustado se resistió, no, no quería su ayuda. Con Él no quería nada. Lo volvió a mirar, sí, era Él, el mismísimo… Peleó contra eso, no, no quería que lo ayudara, tenía miedo de que después se cobrara la ayuda.
Abrió los ojos, todos se miraron asombrados y le dijeron que había pasado dormido muchas horas, muchas. Lo abrazaban, su familia lloraba y reía. Su mano derecha le dolía mucho, la tenía vendada, le dolía más la mano que el pecho. Le contaron que su corazón se detuvo por un par de minutos, que por los dedos le pasaron electricidad para reanimarlo, pero parecía en vano, hasta que, cuando ya lo daban por perdido, reaccionó.
Sus latidos volvieron a la normalidad. Que por largas horas estuvo inconsciente, que casi perdieron de nuevo las esperanzas y ahí se despertó.
Y habló como si nada. Lúcido. Todos pensaron que era un milagro.
Pero para él comenzó el martirio. Sabía quién lo había ayudado. Lo sabía, aunque se negó, Él era más fuerte y maligno. Su mano tenía hoy una apariencia terrible, sus uñas estaban negras, por debajo las nuevas que iban creciendo sanas. Sólo esa mano, que parecía una garra, le hacía recordar a cada instante, a quién le debía la vida.

LA SILLA

        
El encendedor escupió una luz azul y amarilla y el cigarrillo comenzó a desvanecerse en un fino espiral de humo blanquecino. Con la primera pitada, me dejé arrastrar por el amargo sabor de la nicotina y recordé el sabor del primer cigarrillo, fumado a escondidas. Recorrí con la vista la habitación. Las cosas permanecían en esa eterna mudez que produce miedo.
Todo quieto y preparado: las patas de las sillas coincidiendo con las juntas de las baldosas, la soga a un metro setenta del asiento, las cortinas cerradas, el ánimo vencido. Lo pensé una y otra vez. No había salida. Debía hacerlo, ya no tenía nada ni a nadie para detenerme. Mis lágrimas bajaban por las mejillas y recordé otras lágrimas. Las que derramé la primera vez que lo supe. Recuerdo sentado ante mí, a ese hombre frío, que miraba el sobre y sin perturbarse lo abría, ese sobre que tuve dos días dentro de mi agenda y no me atreví a abrir. Y sus palabras...Todo me dio vueltas, creí desmayarme, lo escuchaba hablar como si estuviese lejos, muy lejos...ahora ya todo es en vano. Y el cigarrillo como única compañía ¿Cuántos más encendí? Ninguno tendría el sabor del primero, ni el de éste. El sabor de éste es más amargo, más amargo aún al pensar que no pude dejarlo. Y no quiero terminar miserablemente siendo un fantasma de lo que soy y lo que fui. Por eso...todo está preparado, recorro con mi vista la habitación, la silla puesta justo donde debía estar, las cortinas cerradas para ocultar mi determinación (mi ánimo y mi espíritu ...vencidos) Y allí, en lo alto, justo a un metro setenta, la soga...Abajo la silla...

EL RÍO

      Salió  de su casa, eran las cuatro de la mañana. Se dirigió al Diario, ahí repartían gratis los clasificados. Resonaban en su cabeza los reproches, la ira...y el dolor y el hambre de los suyos.        Llevaba una carpeta azul en sus manos, tenía dos Curriculum, uno con todo lo aprendido, sus títulos, los trabajos, todo y en otro con poco, casi nada, para que no sobrecalificara, ya le habían dicho:       —No, no tenemos ningún puesto, para el que pedimos, usted sobrepasa.        Con los clasificados en sus manos se sentó a pesar del frío, bajo un farol de la plaza y los fue marcando. Luego se encaminó a las direcciones  más cercanas, caminó por esas calles ya tantas veces recorridas con el mismo propósito y en vano.
Luego fue a los otros, caminó y caminó. Siempre la negación presente. Socavando sus ganas, sus deseos de seguir. Y caminó, los edificios quedaron atrás, pasó por barrios de casas bajas y siguió... Se encontró ahí, frente a esa inmensidad que tanta paz le traía, el río. Se sentó en un banco bajo un árbol, se sintió tan bien, que sus pesares quedaron atrás. Acá solo él y el agua. Y estuvo mucho tiempo, mucho. Más tarde, a varios metros, el río llevaba ya sin dolor, sin angustias, en la paz eterna que le dio el río, su río, un diario y una carpeta azul.